No es casualidad que las personas que defienden la sanidad concertada, es decir, pública pero con acceso privado a cierto tipo de fármacos y tratamientos, sean personas con una renta elevada. En otras palabras, aquellas personas que, sumidas en su burbuja adquisitiva, consideran que «cada cual debería preocuparse de manera individual por su propia salud».
Son esas personas que consideran a aquellos ciudadanos en riesgo de exclusión social y pobreza como parásitos del Estado, cuando la realidad de las cosas es que, sin ayudas públicas, sin subvenciones, y sin una sanidad pública de calidad, esas personas no tienen otra opción que enfermar y morir.
Hay quien, en aras de un supuesto centrismo ideológico, defienden que la sanidad concertada es un paso previo necesario antes de financiar una sanidad pública de calidad. Se escudan en la necesidad de mostrar prudencia con las inversiones de los impuestos de las personas.
Sin embargo, este supuesto punto medio sensato, además de ser la farsa de una actitud conservadora, es una lacra para las personas que necesitan desesperadamente acceder a los servicios sanitarios públicos.
Mientras un sinnúmero de personas sobrevive como puede financiando sus tratamientos con su escueto sueldo o mediante créditos online rápidos, España sigue sumida en una transición que, para sorpresa de nadie, no acaba nunca.
Porque, al final, cualquier tipo de convenio con la sanidad pública favorece a los empresarios, que solo quieren aumentar sus beneficios. Los tratamientos en salud dental, la psicología y psiquiatría de calidad y otros ámbitos sanitarios pueden pagarse mediante préstamos rápidos, sí, un recurso aceptable y fácil de devolver.
Pero la realidad es que el acceso a la sanidad es un derecho tan básico e inalienable como la educación. No podemos seguir fingiendo que podemos comerciar con la vida y el cuerpo de las personas.
La filosofía capitalista, por desgracia, lo ha impregnado todo, y las personas somos vistas cada vez más como producto y progresivamente menos como seres humanos. Al menos, claro está, la gente sin recursos, la gente que «parasita al Gobierno», la gente que intenta sobrevivir. Esta situación carente de empatía tiene que acabar.